La ortografía nace a partir de una convención aceptada por una comunidad lingüística para conservar la unidad de la lengua escrita. La institución encargada de regular estas normas suele conocerse como Academia de la Lengua.
Las reglas ortográficas, en general, no tienen una relación directa
con la comprensión del texto en cuestión. Por ejemplo: si una persona que domina la lengua castellana lee una oración que afirma “Crese la expectatiba de bida en todo el mundo”, no tendrá problemas para entender el enunciado. Su escritura correcta, sin embargo, es “Crece la expectativa de vida en todo el mundo” y de seguro transmite el mensaje de forma más limpia y directa, dado que evita al lector el proceso de corrección.
La ortografía, en definitiva, ayuda a la estandarización de una lengua, algo que resulta muy importante cuando existen diversos dialectos
en un mismo territorio. Cabe mencionar que las reglas de la ortografía
se enseñan durante los primeros años de educación primaria.
En algunas lenguas, la ortografía basa sus normas en los fonemas (abstracciones mentales de los sonidos del habla), tal y como ocurre con el castellano. Otras lenguas optan por criterios etimológicos
(es decir, se remiten al origen de las palabras), una situación que
promueve la divergencia entre la escritura y la pronunciación de las
palabras.
Muchos escritores reconocidos a nivel mundial han solicitado la
abolición o, al menos, la simplificación de las reglas de la ortografía.
Uno de ellos fue el Premio Nobel colombiano, Gabriel García Márquez.
Esto, sin embargo, suscita una serie de interrogantes y potenciales
problemas, que nadie ha sabido resolver al cien por ciento.
Nuestra
lengua tiene la característica de ser hablada en muchos países,
ubicados en más de un continente, y esto repercute directamente en la
variedad de acentos y
regionalismos. Esto puede ser considerado como un aspecto positivo y
enriquecedor, o bien como una fuente de confusión que atenta constante e
indefectiblemente contra sus principios, desgarrando año tras año su
estructura y despojándola de su belleza, en pos de la incorrecta
adopción de términos extranjeros mal pronunciados y mal comprendidos.
En primer lugar, podemos hablar de las letras s y z; en algunas ciudades, su pronunciación
es diferente, lo cual vuelve más fácil recordar cuándo se utiliza cada
una (los ejemplos más comunes son las palabras “casa” y “caza”). Sin
embargo, es mucho mayor el porcentaje de poblaciones que no las
distinguen fonéticamente, sea que pronuncien ambas como una s o como una z. En estrecha relación con ellas se encuentra la c, que puede leerse como una k o como una z, en las combinaciones ca, co y cu o ce y ci, respectivamente.
Vivimos en una era en la que ya no es necesario escribir a mano, y esto nos aleja considerablemente del lenguaje; por si fuera poco, todos los dispositivos que utilizamos para procesar texto
están preparados para asistirnos, sea corrigiendo nuestros errores, o
bien evitando que lleguemos a cometerlos, gracias a su función conocida
como “autocompletar”. No se puede justificar la decadencia que está
sufriendo la ortografía con los avances tecnológicos, así como no se
puede culpar al cine de la delincuencia juvenil.
En ambos casos, el problema reside en la educación,
que es la base sobre la cual los seres vivos nos apoyamos para tomar
decisiones. Si no nos enseñan a tiempo la importancia de una correcta
ortografía, la gran diferencia que existe entre un texto rico y bien
escrito y una sucesión casi aleatoria de pseudo términos sin
signos de puntuación, entonces la tecnología representará nuestra única
posibilidad de mantener vivo un legado que nos ha acompañado durante
siglos.
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